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No me ves. Por Lily Figueroa

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El disfraz de adulto

ya no me sienta bien,

dejó de quedarme ese traje,

me rehúso a usarlo,

anhelo el de infante feliz,

el cual dejé de ceñir

por el hambre,

la necesidad,

el mundo…

Yo…

me obligo a madurar.

Nunca fue mi intención

siquiera nacer,

nadie me cuestionó

sobre ese asunto;

y, cual fruta,

debí madurar

para complacer

a quién recalca

que por ellos estoy viva y educada.

Los anteojos amargos de la «madurez»

no me dejan visualizar,

quiero usar las gafas de niño,

ellos aún se dejan seducir

por un impresionante cielo azul

o la noche estrellada,

admiran el mar,

se impresionan con su belleza.

En el atuendo adulto

nadie te cuida, todos traicionan;

el abrigo de niña

despierta la ternura del alma.

Con el sofisticado traje adulto

se cometen actos destructivos inhumanos,

con él se contamina,

se reza, se peca,

se politiza, se corrompe,

se compromete, se irresponsabiliza;

jamás cumple su palabra,

hasta es un asesino,

mata almas de hermanos soñadores,

asesino de otros infantes

de corazón limpio,

se pisa al otro

para lograr mezquinos placeres egoístas.

Ese disfraz de adulto

no está dispuesto

a la adquisición de cualquiera,

se debe ser delgado, vacío,

bello por fuera, hueco por dentro,

alimentado de bulimia y anorexia,

marketizado para complacer

a otros atuendos adultos,

ya casi podridos de tanta madurez,

iracundos, dementes,

histéricos,

acompañados en sociedad,

solitarios fuera de selfie.

Este traje elegante adulto

pesa, no me sienta,

viene acompañado de accesorios caros,

el costo es el alma y el corazón;

por bragas me viene la perversión,

el adulterio y la infidelidad;

de collar me viene el ego;

de bolso, la avaricia;

de corona,

el estrés crónico

de tanto pensar;

y por tacones,

la depresión,

que hunde en lágrimas,

y termina por hacer pequeño

al traje de infante,

terminan por hundir

esos tacones depresivos,

en el abismo de un suplicio

que parece no tener fin.

Yo no quería ese traje,

no quería crecer,

quería el vestido de niña,

mínimo el de adolescente;

el de adulto

me sumerge en la locura,

me ata.

Ojalá despertara

al lado de algún otro loco

que esté por allí

tan desesperado como yo,

tratando de mejorar el mundo,

de convencer a otros

a que rediseñen su traje de niño,

pa’ que vuelva a quedar;

¡luchando! contra el monstruo de la «adultez frívola»,

deseando, como yo,

no sentirse tan solo y abandonado,

pensando en que tal vez,

algún día, estaremos juntos y todo será mejor,

envueltos en nuestros trajes de niños.

Despliega tus alas
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