Desde hace muchísimos años me aficioné al cine, y siempre he ido en busca de historias que me hagan reflexionar, que me conmuevan, que aceleren mis pulsaciones como si hubiera corrido un maratón y complementen mi visión de la vida junto con el periodismo. Desde esta trinchera, el periodismo, me ha tocado ser testigo de atrocidades que sin duda han marcado al país: homicidios, secuestros, violencia contra las mujeres, niños ligados al crimen… y así, una larga lista.
Hace poco hice un ejercicio de reflexión sobre si había alguna película que mostrara el lado más inhumano de la sociedad. Y entonces recordé dos obras de uno de mis autores favoritos: Clint Eastwood.
La primera es El sustituto, protagonizada por la siempre guapa y más inteligente actriz Angelina Jolie. Es la historia de los secuestros y homicidios de varios niños a manos de un psicópata en Wineville, una pequeña localidad de Los Ángeles, California. El caso fue conocido como “los asesinatos del gallinero de Wineville” debido a que los cuerpos de las víctimas fueron hallados en una granja de pollos.
Pero no se confunda. La película, afortunadamente, no se centra en el psicópata ni en la manera en cómo asesinaba a los niños, sino en una madre soltera (interpretada por Jolie) que un día salió a trabajar, llevó a su hijo a la escuela, confió en que regresaría a casa y simplemente ya no lo volvió a ver con vida (algo muy similar a lo que hoy en México pasa con las familias de personas desaparecidas).
Eastwood nos muestra con maestría el infierno que debió sufrir Christine Collins para saber de su hijo. Y en eso radica la importancia de la película: que nos lleva a la conclusión que más que los asesinatos en sí, lo peor fue la indolencia de las autoridades, la corrupción policiaca, la impunidad de los homicidas y la indiferencia social.
Es imposible permanecer impávido cuando nos enteramos de que la señora Collins incluso fue recluida en un manicomio por negarse a aceptar a un niño que no era su hijo, a fin de que la policía de Los Ángeles diera por cerrado el caso.
Fue tal la vergüenza que pasaron los habitantes de Wineville, que decidieron cambiarle el nombre a su localidad, e incluso hasta hoy es conocida como Mira Loma.
La otra película a la que me refiero es Los imperdonables. Simple y sencillamente una obra maestra. Con un elenco sin igual —encabezado por el propio Eastwood, a quien acompañan Gene Hackman, Morgan Freeman y Richard Harris (este último recordado por muchos como el profesor Dumbledore de las primeras dos películas de Harry Potter)—, el director nos narra una historia ubicada en el año 1881 en el poblado de Big Whiskey, Wyoming.
Desde la primera escena se dibuja a una sociedad incivilizada, machista, codiciosa, pobre y sin más ley que la que imponen las pistolas y los látigos. Aquí todo es aparente: el sheriff valiente no pasa de ser un bravucón; el joven en busca de recompensa es un don nadie que no sabe ni manejar el arma; un pistolero indio se muestra experto, pero finalmente se acobarda ante la adversidad y el viejo que parece inútil resulta que es quien termina por resolver el entuerto.
Una de las conclusiones es que la justicia por propia mano es inaceptable en cualquier caso. No hay nada que la justifique. Y eso es tan válido hoy, como lo era hace dos siglos.
Los avances tan notables que han tenido nuestras sociedades (aunque muchos se enterquen en negarlos) aún son insuficientes para cumplir ese anhelo tan humano de vivir en un mundo ideal. Si alguna vez dejamos de soñar en una sociedad educada, civilizada, justa y desarrollada, entonces habremos de revisar el pasado. Y para eso, bien vale ver una película de Clint Eastwood.