Historia de mi vida… La casa verde
Por: Juanjo D Monges
Cuando éramos niños vivimos en la casa verde. La construyeron mis bisabuelos maternos en los tiempos de bonanza, por ahí de los años cuarenta o cincuenta tempranos. A la vieja usanza de las familias de antes. Se entraba a un primer hall con un techo inalcanzable, al que bajaba una escalera imperial con jarrones chinos en las esquinas, tenía un despacho siempre cerrado, comedor chico para todos los días y comedor grande para… solo recuerdo una vez; cocina enorme donde hervían tinajas de leche bronca, no menos de diez recámaras entre la casa principal y otras para huéspedes y muchachas del trabajo doméstico que llegaban de pueblitos y ahí se quedaban a vivir, hall de arriba, cuarto de costura y una gran terraza que daba al patio donde había rosales y árboles frutales, dos higueras, dos limoneros un naranjo, un manzano, un peral, una granada.
El calentador era de leña. Arriba, dos baños completos con tina y bidé. En uno de ellos me encerró mi bisabuela y no me dejó salir hasta que me supe las tablas de multiplicar. La sala estaba prohibida porque era elegante, ahí estaba el piano, ahí estaban los libros y los sillones color vino que se compraron cuando el tío Manolo vino a pedir la mano de la tía Isabel para llevársela a vivir al rancho del que volvieron ricos unos años después. Nada y todo era nuestro.
Mi mueble favorito era la máquina de coser. En el comedor colgaba un reloj de pared que cada quince minutos daba una campanada y cada hora tocaba la añeja melodía que significa que está pasando el tiempo. Y daba una campanada por cada hora, según la hora del día. El sonido de ese reloj rebotaba en los altos techos y el eco seguía sonando hasta que lo sentías perderse por ahí. Pero adentro seguía sonando. Siguió sonando muchos años.
Cuando no estaba mi abuelita éramos “los arrimados”, como nunca dejó de recordárnoslo mi tía Güera. Pero cuando ella llegaba de trabajar a las cuatro y media de cincuenta años de su vida, la escuchábamos subir la escalera arrastrando sus pies y diciendo “miau, miau”, con su amorosa voz, y a partir de ese instante esa era nuestra casa de infancia.
Los domingos nos gustaba ir con mi mamá a las colonias bonitas de entonces a ver casas. Cuando alguno veía una que le gustaba decía, “mira mamá, esa va a ser nuestra casa”.
…Así siguió sonando aquel reloj hasta que se acabó nuestra niñez. Aún resuena el eco en mí al escribir esto.
Supongo que fue durante aquellos paseos, que empecé a comprender lo que hoy es para mí la arquitectura.
Cultura de cambio “Crece con valores y nuevos comportamientos”
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