Es sábado por la noche y después de una austera cena y jugar un rato con tus pequeños, te has ido a la cama. La situación no es óptima. Eres campesino, trabajas mucho y ganas poco. Tus rasgos delatan tu origen y eso te hace víctima de abusos y discriminación.
Eres originario de esta tierra, la amas y la trabajas, pero el fruto de tu sudor lo gozan otros, en reinos lejanos, más allá de ese inimaginado mar que ni siquiera conoces. Usas una lengua que no es la de tus ancestros y que no habla de tu pueblo, su historia, su cultura y su legado. No lo aceptas, pero te has adaptado, porque el instinto de supervivencia es más grande. Agachas la cabeza, dices: “Sí, señor”, y haces lo que se te pide.
Al final, has logrado casarte por amor y formar un núcleo familiar que te hace sentir pleno. Pero al ver a tus hijos y pensar en que tu presente es su futuro, te hierve la sangre de rabia. Quisieras hacer algo para cambiar las circunstancias, pero en tu pequeñez, te sabes impotente. No sabes cómo ni por dónde empezar… y así, rediseñando el porvenir de tu progenie, caes en un sueño profundo.
Un ruido sordo te despierta, “¿qué es eso?”, te preguntas. Es una campana, la campana de la iglesia a un par de calles de tu morada. Todo está a oscuras, aún no amanece, ¿por qué rayos estarán llamando a misa a estas horas? Algo pasa, lo sabes; notas cierta urgencia en el repique que continúa inundando el silencio de la noche. Te levantas de un salto y te vistes tan rápido como puedes.
Es la madrugada del 16 de septiembre, es el cura Hidalgo quien ha convocado a las masas. Dice cosas que no entiendes del todo. Está llamando a la lucha en contra de los opresores. Que vengan todos, armados con hoces, palos, piedras y lo que tengan a mano. “Este hombre está loco”, piensas, “no soy soldado, no sé pelear”. Pero hay un ardor en sus palabras que contagia a tus vecinos, a tus amigos, a todos aquellos que, como tú, están hartos. Y entonces lo entiendes, vas a morir, vas a morir muy pronto, pero vas a hacerlo peleando por mejores oportunidades para ese par de niños que dejaste dormidos en tu choza. Este no es un llamado a la muerte, es un llamado a la libertad. Su libertad.
Regresas a casa a explicar a tu mujer que te vas para no volver, que lo haces por sus hijos, y que los tres, ella y los niños, serán tu aliciente para seguir en pie. Que, si de todas formas has de morir un día, mejor que sea ahora, luchando por una vida más digna para ellos. Ella, entre lágrimas, te ve partir, consciente de que es la última vez.
Tenías razón. Falleces algunas semanas después. No estabas hecho para la guerra y es un milagro que duraras tanto. Tu último pensamiento, tu último aliento está con tu familia. Nunca sabrás, si no lo supiste entonces, que fuiste usado como carne de cañón. Que la Independencia no era para ti y los tuyos, sino para los hijos de los invasores. No te enterarás de que tus hijos padecieron peores penas y se hundieron en una pobreza más profunda causadas por la guerra. Que se lograría la independencia, pero que, más de doscientos años después, tu gente seguiría luchando por una estabilidad aún no alcanzada, tu pueblo continuaría oprimido, discriminado y en condiciones de desigualdad. Que el mundo que soñaste no ha llegado todavía.
Y, sin embargo, gracias a ti y a los cientos de miles que murieron luchando por la causa, hoy, México es un país independiente, cuya ciudadanía sigue creyendo, deseando y trabajando por un país mejor para todos. Es por eso que, en este día, y acorde con nuestro Himno Nacional, convoco a mis mexicanos al grito de guerra, aquellos soldados, hijos de la patria, a que sigamos luchando, cada uno desde nuestra trinchera, por lograr el México que queremos y merecemos, para que la muerte de tantos, de entonces y de después, no haya sido en vano. Para que el dicho “los mexicanos somos unos ch***ones” no quede en palabras huecas. Para que viva México y vivan los héroes que nos dieron patria, pero para que viva más el México que puede ser y será.
¡Ah! Y porque es de cajón: ¡Viva México, carbones!
Mártir, que toda tu sangre
supiste dar por la patria;
tú, de los desconocidos
que murieron por salvarla,
¡gracias por tu fortaleza,
por tu sacrificio, gracias!
Manuel Acuña