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Carta de papá. Por Rodrigo Pedroza García

Para Mandy.

Mi papá no fue perfecto. Se equivocó muchas veces, y otras tantas me enojé con él porque no entendía lo que le pedía. O no estuvo algunas veces, cuando sus responsabilidades se lo impedían. Me caían mal sus momentos de «ogro de la casa», y otras tantas, herí su corazón, o no hice caso de sus palabras, pero debo reconocer que mi viejo tuvo lo necesario para que ahora lo ame como a ningún otro hombre en este planeta.

Y yo quisiera sacar lo mejor de ese ejemplo, hija. Por ejemplo, recuerdo una vez que mi tía me había regalado un sacapuntas de mapachito, muy bonito, que parecía un juguete de una antigua caricatura llamada Rescatadores, así que yo amaba ese sacapuntas; sin embargo, sucede que, al sacarlo en el salón de clases, y a la más leve distracción, me lo robaron. Me dolió mucho, pero me aguanté. Yo no era de los que lloraban en la escuela, eso no impidió que cuando sonara la campana corriera a casa. Y no sé, por alguna razón, busqué a mi papá. Y mira qué imagen: lo encontré en la azotea del edificio, tendiendo la ropa, me miró y vio mis lágrimas. Lo siguiente que recuerdo es que me envolvió en sus enormes brazos, tan cálido, que todo el dolor se fue.

Yo quisiera tener unos brazos más grandes para ti, para que cuando te suceda lo malo vengas a mí y te consuele, haciéndote sentir que todo estará bien, que eres importante, que el dolor tiene que vivirse, pero pasa.

Recuerdo cuando en la secundaria ocasioné una leve «rebelión» en toda la escuela. Por supuesto, fui acusado como el cabecilla, aunque no era así. La orientadora mandó a llamar a mis papás. Y cuando los tuvo frente a ella, intentó utilizar lenguaje rimbombante para hacerlos sentir mal y darse la razón por las malas (la escuela necesitaba un chivo expiatorio). Recuerdo que fue mi papá quien paró todo ese show. Y me explicó todos y cada uno de los conceptos que decía la orientadora, «para que entendiera bien qué había hecho», y luego me «castigó» no mandándome a la escuela tres días. Es decir, no permitió que la orientadora me usara de chivo expiatorio y, de paso, le dejó claro que yo sí tenía padres. Por supuesto, en casa me tocaron más quehaceres domésticos, qué le vamos a hacer.

Quisiera ser sabio como mi papá. Él siempre sabe qué hacer y qué decir. Y me protegió disciplinándome al mismo tiempo. Yo quiero saber hacerlo contigo cuando sea necesario.

Recuerdo largas noches de lectura. Él tomaba Las crónicas de Narnia, y leía tan bonito, que mis hermanas y yo nos perdíamos en su voz. Y le pedíamos más y más. Primero fue la fantasía. Luego apareció la imponente figura del león que no se puede domesticar, pero que se deja acariciar por los niños. Después nos hizo una pregunta y, entonces, comprendimos que Aslan era Jesús. Mi papá me regaló mi fe. Aún creo en Aslan, solo que, como él mismo dice, en este mundo «tiene otro nombre».

Así yo quiero regalarte la fe y la esperanza. Sobre todo cuando me haces preguntas difíciles, teológicamente difíciles pero divinas, con la inocencia de un niño, fuera de todo adultocentrismo.

Ya de grande tuve pesadillas terribles. Y fue él quien me ayudó a vencer el miedo, con fe, con sus brazos, como un hombre que no temió demostrar afecto cuando fue necesario, y con palabras que Dios puso en su boca. Me ayudó a ser valiente, a enfrentar el terror, a desterrarlo y a seguir adelante.

Así yo quiero enseñarte cuánto vales, que es posible vivir sin miedo, que puedes ser una mujer como ninguna otra y llegar a ser lo que quieras, para beneficio de muchos.

Finalmente, hija, mi papá me casó. Ese día se comió toda una bolsa de pan, por los nervios. Pero oró por mí y por tu mamá. Y luego me enteró de que escribió un poema demasiado tierno y nostálgico sobre mi partida de casa que aún tengo en el corazón. Así él me formó. Así aprendí de él.

Algún día, si tú quieres, también te casaré. Y estaré ahí, seguramente escribiendo poemas cuando te vayas y me sienta, por un lado, dichoso, por otro, temeroso y por otro, triste, porque tu alegre, traviesa y ruidosa presencia ya no estará en casa. Sin embargo, espero llegar a ese día contento, viendo cómo superarás cualquier enseñanza que te dé. Porque esa es la idea, que crezcas y emprendas el vuelo. Para eso te enseño a enfrentar la vida: lo harás mejor que yo.

No, no soy perfecto, como mi  papá tampoco lo fue. A diario meto la pata. Tu mamá a veces quisiera desaparecerme de la faz del mundo, lo sé. Pero una cosa es verdad: ser tu papá implica todo mi corazón, cada una de mis lágrimas, todos los minutos de silenciosa preocupación, y cada esfuerzo laboral, moral, social, político, en fin, toda la vida.

¿Sabes? En mi Biblia, la favorita, hay un garabato tuyo. Un día de descuido dibujaste lo que se te ocurrió ahí. Y yo escribí una pequeña leyenda que lo dice todo: «Nunca olvides para quien modelas». Por eso, te pido perdón por tantas equivocaciones que, como humano, demasiado humano, cometo constantemente.

Te amo, como a nadie más en el mundo.

Tu papá, Rodrigo.

Rodrigo Pedroza García es diseñador de Comunicación Global Design y autor de Crónicas de la Confederación Cuántica: 1.

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