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El mágico niño Plim y la esperanza. Por Rodrigo Pedroza García

Había una vez un reino gobernado por puros ancianos, cuyos habitantes eran casi todos ancianos, serios, sin risa y amargados; viejitas aburridas, señores grises con zapatos bien lustrosos y señoras con sus peinados perfectos, sus rostros estirados y sus perritos delicados. Lamentablemente, había tan pocos niños, que ni siquiera podríamos decir que en ese reino había niños.

En ese desafortunado lugar, en la mansión superlimpia, cuadrada y gris de la Reina Lady Correcta, en el enorme y ordenadísimo jardín, Jonás, el buen jardinero, curiosamente un día después de una lluvia de estrellas, encontró una hermosa flor en botón que había nacido por casualidad, fucsia brillante, de un tallo tan verde que parecía de esmeraldas.

Como es de esperarse en un noble jardinero, se dedicó a cuidar este mágico regalo con esmero, quitando la mala hierba, regándola con cuidado, invitando a los gusanitos a buscarse otro manjar.

Pero un día, Lady Correcta caminaba por sus jardines y vio aquella colorida planta, y horrorizada por tan revolucionaria rebeldía de la naturaleza, ordenó a Jonás que la quitara de inmediato, porque no era correcto permitir tanto color en tan pulcro y ordenado césped.

Jonás, por supuesto, esperó a que Lady Correcta se llevara su cacareo, y con mucho cuidado, trasplantó aquella bella flor a una maceta especial que tenía en su casa.

Por la noche, cuando Jonás apenas cerraba los ojos, la flor se abrió, extendiendo hermosos pétalos dorados, luminosos, como hojas delicadas de oro. Y al centro de la flor, sobre hojuelas de polen de oro, había un hermoso niño hada. Cabellos alborotados color naranja, piel azulada, más clara que el cielo a medio día, ojos verde esmeralda, vestido de lana turquesa con un overol tejido a mano.

El jardinero tomó en brazos a tan hermoso niño, al que puso por nombre Plim, sorprendido con los colores que irradiaba, sintiendo en el corazón que algo explotaba y lo llenaba de una alegría que llevaba muchos años sin sentir.

Pronto, el niño fue creciendo con la rapidez de la magia, y conforme aprendía de Jonás sobre todo el mundo, más se extrañaba de ese serio reino que ya no reía o jugaba.

—No se puede usar el parque para jugar —enseñaba el buen Jonás.

—¿Por qué? —preguntaba ávido Plim, con su vocecita de melodías.

—Porque los ancianos dicen que se pierde el tiempo, tienes que estudiar.

—Ya. ¿Y en la escuela, puedo estudiar lo que quiera?

—No se puede estudiar como uno quiera, porque hay las reglas para cada quien. Tampoco comer cuando uno quiera, ni tocar un instrumento, silbar o leer poemas… Porque esas cosas te desvían de lo importante: matemáticas, aprender a contar el dinero, aprender idiomas para dominar el mundo.

—¿Y quién quiere dominar el mundo, papá? —preguntó Plim—, ¿quién quiere gobernarlo todo, cuando es mejor disfrutar de las canciones de los árboles, de las historias de las flores, de las anécdotas de las mariquitas esquivas y de las aventuras de los colibrís arcoíris?

—Ah… —dijo Jonás—, pues los viejos enseñan que disfrutar la vida no te convierte en un ser exitoso. Debes aprender esto o lo otro. Debes ganar dinero. Debes madurar rápido, no debes soñar despierto, Plim…

—¿Madurar? Ya veo, papá. Pero, ¿a qué hora vamos a jugar tú y yo? Madurar parece como que te vas muriendo poquito a poco, hasta que quedas tan seco como el hueso de una manzana.

—Después del trabajo es que jugaremos.

—Ya. Tendré que vivir eternamente, porque Lady Correcta te hace trabajar todos los días. ¿A qué hora vamos a bailar?

—Supongo que cuando sea una fecha importante…

—Ya. Supongo que tendré que esperar hasta año nuevo. ¿Y cuándo vamos a pintar, a tocar la flauta, el violín? ¿Cuándo iremos al zoo, o nadaremos en el mar, o comeremos palomitas hasta reventar y plantaremos un árbol, contaremos cuentos y jugaremos con mascotas?

—Cuando los viejos decreten que no es perder el tiempo, y que de ir al zoo nos paguen. Al menos así ellos enseñan. Todo tiene que traer un «provecho».

Pero Plim se le quedó mirando desconcertado. No comprendía por qué las cosas tenían que ser así, siendo que la vida es muchas cosas a la vez.

—¿De verdad, tú, jardinero Jonás, crees que eso es perder el tiempo?

—Yo… —dijo Jonás— creo, hermoso Plim, en verdad creo que desde que no hay niños en este reino, le falta color a todo. Ya no sé qué es el tiempo, si me falta la risa.

Entonces Plim sonrió de lo lindo. Se le quedó mirando a su papá. Y entonces Jonás vio que el cabello de Plim se hizo luminoso, alborotado como rayos de sol. Y el niño rio, una risa tan pura, tan contagiosa, que de él salieron polvos mágicos y cuando tocaron a Jonás, este de pronto tuvo en los pies unos hermosos patines azules con punta de cohete, como los que siempre quiso de niño, y en la mano derecha, de una hermosa correa de plata, un enorme perro verde juguetón, como el que se quedó con las ganas de jugar cuando era chiquito.

—¡La risa de Plim es mágica! —dijo el niño—, a eso vino Plim a Jonás. ¡Vamos a devolver la alegría al reino, papá!

Y entonces, llenos de alegría y juegos, comenzaron a hacer todo aquello que los ancianos habían decretado que era pérdida de tiempo: jugaron a las escondidas, treparon en árboles, nadaron en el estanque, usaron los oxidados columpios, ¡vieron una película de extraterrestres en el olvidado cine!

Y conforme más locuras hacían, más luz salía de Plim, y aquellos chorros de luz se transformaban en hermosos colores que lo salpicaban y lo transformaban todo. Pero lo más bonito, es que a todos les daban ganas de ser aquello que, por alguna razón, se habían obligado a no ser.

Un señor, de pronto, se vistió de pirata y contaba emocionantes cuentos de corsarios. Una señora comenzó a pintar hermosos jarrones con hadas y unicornios. Allá, otro señor se consiguió una moto y salió a dar vueltas como un experto. Dos hermanas se pusieron a bailar ballet y el policía de la esquina sacó su olvidado violín, y al son de las cuerdas, unos esposos bailaron alegres coplas.

Los perros tenían peinados extraños y jugaban de lo lindo a que jalaban trineos. Los gatos hacían piruetas y locuras, las abuelas hacían tartas y helados. Unos señores realizaron concursos de bigotes con peinados extraños, y tres señoras aristocráticas se hicieron alas de avión y despegaron para vivir aventuras recorriendo el mundo…

Cuando Lady Correcta supo que su pueblo estaba como loco, cada vez más «alegre y desordenado», quiso parar todo el jolgorio y mandó a sus soldados para que capturaran a Jonás y a Plim, pero el niño hada usó su magia y las lanzas de los soldados se transformaron en paraguas coloridos, antenas para comunicarse con plutonianos, cañas de pescar y enormes pinceles, dependiendo del deseo escondido de cada pobre soldado.

Plim y Jonás (y su perro verde) corrieron entonces al Palacio, cuando vieron a Lady Correcta y a sus funcionarios ancianos, con sus caras largas y sus voces gruesas urgiendo orden y seriedad, usaron lo último que les quedaba de polvos mágicos. La reina entonces transformó su gris vestido en unos jeans alocados, sus zapatillas elegantes en tenis coloridos, y su capa real en un poncho bordado con llamas graciosas. Es que la reina siempre quiso ser diseñadora de modas, pero la obligaron a dejar sus sueños por el deber.

—¿Qué cosa nos has hecho? —preguntó, entre risas y sorpresas, Lady Correcta.

—Mi magia solo recuerda la alegría, señora —contestó Plim—, el resto lo ha hecho la flor que cada uno de ustedes lleva en el corazón. Cuando esta abre sus pétalos, florecen los sueños enterrados. ¡Usad la alegría para tener paz! ¡Usad esa magia para jamás olvidar la inocencia, el amor y la verdad! ¡Usad la locura para ser más justos, y la bondad, para amar mejor!

De pronto, el reino entero se llenó de colores, de locuras y de alegrías. De experimentos, de inventos, de ocurrencias, de música y de cuentos, muchos cuentos, cientos, miles de cuentos. Papalotes en el cielo, sabores en la dulcería y esperanza en los corazones.

—Papá —dijo finalmente Plim—, yo he de volver al reino de donde vine. Pero te dejo mi magia en tu corazón. Planta alegrías por donde vayas y enseña a todos a reír. Tú y yo siempre seremos uno, te amaré siempre.

Jonás comprendió que las despedidas también son parte de la alegría, pues este hermoso niño le había prendido la flama de la esperanza, de los sueños y de la inocencia, otra vez, aunque adulto ya era. Besó la frente de Plim, y este, brillando como una estrella, regresó al Reino de las Hadas…

Pero antes de irse, hizo una última travesura: con crayones mágicos, escribió esto en la pared:

«Nunca dejes morir tu niño interior».

Hasta el día de hoy, aquella leyenda sigue pintada justo arriba del trono de la Reina.

Y por supuesto, cada vez que alguien entra al Palacio y lo lee, suspira, porque siempre hay alegrías que nunca mueren, deseos que siempre florecen e inocencias que hay que desempolvar.

Y quien lo lee, recuerda que nunca es tarde para reconciliar el pasado y vivir una alegría sincera, de esas que contagia la esperanza.