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Hay que hacerle espacio a la cursilería. Por Mario Alberto Padilla

Aunque alguna vez hemos manifestado nuestro rechazo a la cursilería, también hemos tenido momentos en que nos rendimos y recurrimos a ella. No solo es asunto de personas enamoradas, de esas que suelen no encontrar las palabras para manifestar sus sentimientos, sino también incluso de aquellos intelectuales usualmente mesurados y circunspectos cuando se trata de hablar bien sobre una obra, un amigo, un colega o, por qué no, un aliado político.

Y pasa que quien lanza primero una cursilería es considerado un genio, pero quienes la repiten hasta la saciedad son tildados poco menos que ingenuos o tontos. Entonces debemos tener cuidado en no pisar esas arenas movedizas en las que podríamos decir que un libro, una película, un poema o una canción nos parece mala por ser tan melosa, cuando ya hay quienes la tienen en su acervo como un tesoro cultural.

De solo imaginar qué pensarían de mí los fans de Los Beatles, los enamorados de los boleros, los nostálgicos de Pedro Infante o los admiradores de esos revolucionarios que prometían cambiar el mundo arengando a las multitudes con frases como “Seamos realistas, pidamos lo imposible” si dijera yo que parte de su legado me parece cursi, me inhibe a seguir escribiendo.

Así que de una vez voy a entrar en materia y diré que para mí la cursilería es de quien la necesita. Y hoy simplemente me voy a permitir disfrutarla.

Acabo de ver en YouTube la película The lunchbox, que atinadamente fue llamada en español Amor a la carta. Es una producción india de 2013 que participó en festivales relevantes, como el de Cannes y Toronto, y estuvo nominada a premios como el BAFTA (el Oscar británico), aunque no alcanzó ningún galardón. Y ese precisamente fue el principal obstáculo para que no tuviera tanto éxito en México.

La película es sobre un ama de casa y un burócrata a punto de la jubilación que llegan a enamorarse a través del intercambio de cartas. Su relación se da a partir del azaroso error de un repartidor de loncheras, lo que le permite a ella regocijarse porque alguien disfrute de lo que cocina (mientras su marido la ignora) y al empleado disfrutar de una comida deliciosa y volver a sentirse acompañado.

Así que tenemos a una mujer sola (interpretada muy bien por la bonita actriz Nimrat Kaur) y a un hombre que únicamente espera que la vida pase (que realiza el siempre cumplidor Irrfan Khan, muerto en 2020, pero quien tuvo éxito en Hollywood con películas como Quisiera ser millonario y La vida de Pi, ambas, por cierto, cursis). ¿Qué podemos esperar de esa combinación? Un amor desesperado, urgido, temeroso y que finalmente no se logra sobre todo por la diferencia de edades de los protagonistas. Todo cursi, pues.

Pero he aquí lo mejor de la película: es sencilla, llena de esperanza, logra sensibilizar y en las secuencias de la última parte mantiene la atención del espectador ya no se sabe si los protagonistas se van a encontrar.

La cursilería, a fin de cuentas, es eso: aparentar, ver de mejor manera la vida, negarse a aceptar que también lo malo suele ocurrir, que en el alma también hay espacio para “sentimientos elevados”. Yo necesitaba de algo así y celebro haberme dado la oportunidad de haberlo hecho. Por eso, desde ahora prometo nunca más renunciar a la cursilería… aunque me cueste trabajo aceptarlo después.

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