Gracias a una amiga pude leer hace tiempo dos libros extraordinarios que tratan de un tema poco valorado tanto de manera individual y colectiva. Perdonar, de la psicoterapeuta Robin Casarjian, y La bailarina de Auschwitz, de la también psicoterapeuta Edith Eger, este último un éxito de ventas en librerías. En ambos el mensaje es claro: liberarnos del pasado no es solo posible, sino necesario si lo que se quiere es alcanzar una salud mental duradera. Y ambas autoras son ejemplo de ello: Casarjian fue víctima de una violación tumultuaria y Eger del odio fanático de los nazis.
Con base en una resiliencia sin igual, ambas superaron el odio, el resentimiento y el rencor para ser referentes de superación individual. ¿Pero socialmente cómo puede alcanzarse el perdón? Es más, ¿se puede alcanzar? La respuesta debe ser positiva, aunque la mayoría de las experiencias nos muestra que hay pueblos que para alcanzar la paz tuvieron que pasar por una situación de dolor aberrante, injusto, injustificable.
Precisamente es en este punto que quiero referirme a dos excelentes películas que recientemente volví a ver y que me atrevo a recomendar para esta época del año marcada por la esperanza y la reconciliación.
La primera First, they killed my father (traducida a la literatura como Se lo llevaron), dirigida ni más ni menos que por Angelina Jolie, quien cada vez se consolida más como una de las artistas más importantes de Hollywood, y que afortunadamente puede verse a través de Netflix.
Es la historia autobiográfica de Loung Ung, una sobreviviente a la dictadura genocida de Pol Pot y su grupo de asesinos, los Jemeres Rojos.
La película puede que no sea del agrado de críticos exigentes, pero para un aficionado como yo fue imposible no conmoverse con las imágenes estrujantes de una niña que pierde a sus padres y está a punto de perder también a sus hermanos, obligada a realizar entrenamientos guerrilleros.
La escena en la que la niña llora en medio de un campamento devastado en busca de sus hermanos me conmovió (ni modo, la verdad es que soy de lágrima fácil).
First, they killed my father cumple con su cometido de ser una advertencia de lo que pasa en sociedades con regímenes autoritarios, donde los supuestos enemigos no son dignos, literalmente, ni de recibir agua.
El otro filme al que quiero referirme es Hotel Ruanda, una producción de 2004. Es la historia de un genocidio en el marco de la guerra civil entre tutsis y hutus, divididos por cuestiones políticas, pero elegidos para pertenecer a un grupo hasta por pequeñeces como el tamaño de la nariz (el odio también tiene su parte de absurdidad).
Fue merecedora a tres nominaciones al premio Oscar, entre ellos el de mejor actor para Don Cheadle, quien en la película hace el papel de Paul Rusesabagina, el directivo del hotel que salva a cientos de ruandeses sacándolos del país.
Sí, quizá también es una película menor para cineastas rigurosos. Pero aquí como lo que me interesa es hablar de las repercusiones del odio, yo quiero destacar esa escena en la que Paul de plano ya no puede avanzar en su camioneta. La neblina le impide ver cuál es el obstáculo, pero cuando se disipa se da cuenta de que hay cientos de cadáveres esparcidos por la carretera. En verdad, imposible que no se le hiele la sangre a un espectador como yo.
No sé si Camboya y Ruanda hayan ya superado sus diferencias y estén en camino de una paz duradera. Pero yo deseo sinceramente que en México el clima de crispación ya no crezca y que estemos a años luz de ser testigos de semejante barbarie.
Lo dicho, es necesario liberarnos ya del pasado.